¿Cómo comenzar a hablar de algo de lo que ni siquiera se sabe exactamente cómo comenzó? Podría ensayar una respuesta tentativa que mencionara la importancia que tuvo para mí la lectura de Marguerite Duras y quizá no mentiría, quizá diría algo de verdad, una verdad a medias. En efecto, no puedo ocultar aquí lo personal: Marguerite Duras es una autora que me fascina y emociona, y que de un modo u otro me interpela. Desde la película dirigida por Alain Resnais Hiroshima mon amour, basada en el libro homónimo de la escritora, que fue mi primer contacto con ella, hasta La vida material, el último libro que he leído de Duras, he encontrado expresados sentimientos e ideas de una forma bellísima y que, como decía, me han interrogado.
La exposición Un amor salvaje que arruina nuestra paz que comisarié en La Casa Encendida no la planteé como una exposición sobre Marguerite Duras. Sin embargo, encontré en su obra una concreción maravillosa de algunas de las ideas que me interesaban desarrollar. Con Duras me parece que se produce una relación especialmente sugerente entre del contenido o temas a partir de los cuales orbita su obra y el proceso de escritura que se refleja en sus manuscritos, borradores y pruebas, en su modo de escribir. Podríamos decir que una cierta “destrucción amorosa” opera en la obra de Duras, al menos de dos formas: material y conceptualmente.
Los manuscritos de Marguerite Duras, algunos de los cuales pudieron verse en la exposición, son la prueba más evidente de que la escritura no es sólo un utensilio a través del cual se lleva a cabo una representación de una suerte de conciencia idéntica a sí misma, sino que, mediante la superposición de trazos, en un movimiento de escribir y re-escribir, de corregir y marcar, borrar, tachar y rayar, se impide que jamás un elemento simple esté presente sin remitir a otros. Hay algo salvaje en su escritura que se refleja en sus manuscritos. Apuntaba Duras acerca de esta escritura:
Se acerca a un salvajismo anterior a la vida. Y siempre lo reconocemos, es el de los bosques, tan antiguo como el tiempo. El del miedo a todo, distinto e inseparable de la vida misma. Uno se encarniza. No se puede escribir sin la fuerza del cuerpo. Para abordar la escritura hay que ser más fuerte que uno mismo, hay que ser más fuerte que lo que se escribe. Es algo curioso, sí. No es sólo la escritura, lo escrito, también los gritos de las bestias de la noche, los de todos, los vuestros y los míos, los de los perros. Es la vulgaridad masificada, desesperante, de la sociedad. El dolor; también es Cristo y Moisés y los faraones y todos los judíos, y todos los niños judíos, y también lo más violento de la felicidad. Siempre, eso creo. (1)
En la escritura parecería resonar una suerte de caos hesiódico, esa boca que se abre desmesuradamente y que verbaliza, que impulsa a escribir desde una herida pero también una destrucción que necesita del amor para dar cabida a lo heterogéneo.
Tal vez para seguir con esa destrucción en un sentido conceptual que mencionaba antes el mejor ejemplo sería su texto Détruir, dit-elle (1969). Para este relato, que fue también llevado al cine, Marguerite Duras ideó unos personajes que reivindicaban la destrucción del mundo como única posibilidad de salvación para la humanidad. Sin embargo, el alcance revolucionario del texto se comprende cuando el movimiento de morir infinito se da a través de un gesto amoroso, de la defensa de un amor no posesivo que pasa por el cuidado al otro en tanto que alguien –e incluso algo, como diría Nietzsche– completamente distinto a uno mismo. Maurice Blanchot haría una lectura realmente reveladora de este doble movimiento entre amor y destrucción, que abre la posibilidad a una verdad desconocida, al territorio de lo extraño, esa aparición salvaje que arruina cualquier atisbo de tranquilidad. Es esta destrucción amorosa la que ofrece, siguiendo con la lectura que hace Blanchot de la obra, un salto a lo desconocido e impredecible.
Pero es más, según Duras, la posibilidad de pensar un amor que no esté basado en la igualdad sino en lo heterogéneo, aceptar una vida que recoge en ella la diferencia, dependería del cuerpo femenino. Por esta razón, el amor como lo entiende Marguerite Duras no responde a un orden establecido, a una legalidad ya dada, sino que es imprescindible que surja una alteridad radical, una imposibilidad de la relación sexual entendida en el sentido lacaniano, que descomponga la lógica del todo fálico. Escribe en La maladie de la mort (1982):
Usted pregunta cómo podría surgir el sentimiento de amar. Ella le responde: Quizá de un fallo repentino en la lógica del universo. Dice: Por ejemplo de un error. Dice: Nunca por quererlo. (2)
El “error” que cometería el hombre del texto de Duras sería equivalente al gesto de un amor impotente que no es más que deseo de ser uno (3). En esa lógica, lo que se vive como error es, paradójicamente, el amor. El amor es un fallo en un universo más o menos estable, no es jamás algo voluntario y ocurre sin quererlo, cuestionando este todo fálico al que me refería, por eso se experimenta como caótico, incluso como angustioso. Ese amor que no conoce de leyes presenta lo heterogéneo, lo otro radical.
Un posible recorrido por las piezas que se encontraban en la exposición sería partiendo de esta lectura particular del texto de Marguerite Duras. Así, una serie de elementos de nuestra cultura, textos y obras podrían ser interpretados a la luz de una noción distinta de amor. Por ejemplo –y quizá es el caso más paradigmático en este sentido que apuntaba–, en la exposición se encontraba un crucifijo románico en el que la figura de Jesucristo había desaparecido, dejando una marca de esta ausencia en la cruz. Si me parece relevante incluir un crucifijo en la exposición es por cómo a lo largo de toda nuestra tradición judeocristiana el amor ha estado asociado al sufrimiento, al sacrificio, a la pasión, etc. Desde luego, podríamos sostener siguiendo en título de la exposición que este tipo de amor sacrificial arruina por completo nuestra paz. Aunque esto puede seguir siendo así –en el sentido de que sigue ocurriendo, se sigue dando– puede existir un amor que arruine nuestra paz en un tono muy distinto. El imperativo amoroso que podríamos asociar a la figura de Jesucristo –según el cual debemos amar al prójimo y al enemigo como a uno mismo– no sólo es una subversión de nuestr forma actual de relacionarnos; es directamente inaceptable para muchos pensadores, desde Sigmund Freud hasta Judith Butler, cuando defienden que estamos obligados a cohabitar con el enemigo, pero de ningún modo es exigible que lo amemos. En realidad, la noción de “prójimo” que maneja Jesucristo es más bien pesimista; ese prójimo es alguien que ni nos ama, ni nos pone demasiado fácil lo de amarle, según cómo sólo es mi prójimo desde el momento en el que me abofetea la mejilla, cuando comete una injusticia contra mí. Es una ironía que el evangelio nos traiga una “buena noticia” como ésta: mientras esperemos que el otro tenga algún ápice de consideración hacia nosotros lo estaremos tratando como un instrumento de nuestro narcisismo –o lo que sería más escandaloso: que la dignidad del otro radica en que en último término no me tiene en cuenta, y es esa dignidad suya lo que debo amar tanto como a mí mismo–. Esto puede sonar hoy tan imprudente como hace dos milenios, y habría que ver si la imprudencia es la única forma que nos queda de subversión real, porque demuestra que, incluso cuando decimos aspirar a la subversión, conservamos un resto de sensatez y cálculo, esa previsión de ganancia o pérdida, que no nos atrevemos a subvertir.
Habría algo más. Podríamos decir que el judaísmo, en la medida que espera un mesías, establece una relación con el mundo en el que se degrada lo que es propio de ese mundo en tanto que no logra una perfección divina: todo lo mundano es en el fondo inmundo, si lo comparamos con un ideal trascendente. Desde esta posición no es posible alcanzar una satisfacción ni llegar a amar lo particular del mundo. Jesucristo, que se reconoce como judío, que no los desprecia sino que se tiene por uno de ellos, mata a Dios a través de un gesto amoroso y con ello priva a los judíos de un bien trascendental, de ese bien abstracto en función del cual degradan y rechazan lo imperfecto de lo mundano. Ante esa satisfacción que nunca se alcanza en el judaísmo, en el cristianismo se introduce una cierta satisfacción en la insatisfacción. El amor que representa este Jesucristo no es, por tanto, una huída fuera del mundo –sufrir por un ideal superior ni escapar o rechazar el acto– sino que, a través de la destrucción que se ha llevado a cabo, es posible afirmar la vida y un amor en la vida y hacia la vida. En esta vida en la que no se alcanza la perfección sino en la que todo lo que se encuentra en ella es finito y precario también es posible amar: hay amor de la debilidad (4).
Este amor hacia lo precario también se podía encontrar en la escultura de la artista June Crespo, quien se sirve de materiales que se podrían calificar como “pobres”. En alguna entrevista a la artista, June Crespo se identificaba con la figura del bricoleur, sobre la que Claude Lévi-Strauss escribe en El pensamiento salvaje. Algo característico de esta figura es que habla mediente las cosas y por sus elecciones entre objetos heteróclitos, de modo que lo que une a todos estos no es algo así como un principio rector sino una mirada amorosa que da valor: la elección de los objetos (si no son ellos los que escogen al sujeto) así como la mirada hacia ellos es lo que constituye el tesoro del bricoleur. Algo muy interesante a mi parecer, no sólo de esta obra sino del modo de trabajar de June Crespo, es la toma de conciencia de este encuentro fortuito. Después, mediante la recomposición y trabajo con distintas piezas, materiales y objetos, June Crespo extrae los objetos de su espacio habitual, de un régimen de la vida cotidiana, para otorgarles la categoría de arte. La mirada proyectada sobre las distintas superficies, sobre los distintos objetos, toma a cada uno de estos objetos como objeto único. En ese sentido, el planteamiento destruye toda concepción mercantilista, ya que en este último caso de lo que se trata es de equiparar a todos los entes concretos a través del concepto de valor y, por tanto, teniéndolos en cuenta no por lo que éstos tienen de particular, sino de universalizable.
Comentaba la relación compleja entre el amor y la destrucción en esta exposición y en ese sentido hay una serie de imágenes y metáforas que sirven para pensar este vínculo. Uno de ellos es el fuego, que aparece tanto en la obra de la artista mallorquina Laura Torres, como en la película Las margaritas (1967) o en una de las fotografías de José Ramón Ais. Este elemento, cargado de significados desde Heráclito hasta nuestros días, ha sido una de las metáforas por excelencia del sentimiento amoroso al tiempo que conecta con la idea de destrucción e inmolación. En la exposición, sin embargo, el fuego no aparece como aquello que arrasa con todo sino más bien lo que arrasa el todo. Ese fuego aparece como aquello que destruye con un ideal de perfección – en las fotografías de José Ramón Ais el fuego irrumpe en unos paisajes hiper-estéticos, esos particulares locus amoenus en los que tradicionalmente se desarrollan las escenas amorosas.
Mediante un proceso generalizado de abstracción que pretende regir las conductas de los sujetos –o como mínimo intenta inculcar sus discursos a través de infinitud de virtualidades, como el dinero, la estabilidad, la completa felicidad, la auto-realización, etcétera– se llega a perder absolutamente el valor por las cosas concretas, por los objetos que contienen algo, por mínimo que sea, de realidad. La reemplazabilidad se basa justamente en que, si algo se destruye, se puede intercambiar sin un mínimo atisbo de remordimiento. La acepción que destrucción que me parece que hay que defender no es la destrucción de lo que se ama, como capta en su obra Laura Torres, sino la destrucción de los principios que rigen una cierto intercambio capitalista. En la obra Tierra quemada, Laura Torres parte precisamente del caso de Medea para incidir en la diferencia entre destruir lo amado y destruir lo que impide la relación amorosa, siguiendo el texto Juventud de Gide o la letra y el deseo de Lacan. Lo que se cuestiona, al fin y al cabo, es el principio que hace equiparables y sustituibles unos objetos y otros tal y como se tratan en el sistema capitalista. El amor de esta exposición no se basa en un vínculo intercambiable y, por tanto, escapa a esta estructura trascendental. ¿Por qué destruye este amor nuestra paz? Porque la consistencia de la realidad es fantasmática, porque tenemos esta estructura trascendental que sirve de molde y lo que se sale de éste nos provoca angustia. Por tanto, el amor consiste en renunciar a este ámbito fantasmático para tomar al objeto singular a modo de singular.
Las cenizas de este incendio serían, probablemente, los fotomontajes de Diana Artus, una forma de visualizar aquello de “no hay relación sexual” al presentar la soledad de los amantes. Porque si no hay relación sexual, si no hay un encuentro perfecto que satisfaga completamente la pulsión, entonces permanecemos solos. Esto presenta la imposibilidad de toparnos con un negocio redondo en lo referente al amor. Es la lógica del todo fálico la que Diana Artus desbarata, acabando con esa imagen ideal a la que aspiraban precisamente las fotonovelas de las que se sirve en su obra. La obra de Diana Artus permite pensar, al mismo tiempo, la cuestión de la soledad de los amantes y una potencia de la actitud amorosa en el sentido autónomo. La soledad puede estar asociada a una cierta incomunicación o imposibilidad de conseguir una “totalidad reconciliada” pero el amor autónomo presenta otras problemáticas. Éste último es una disposición hacia los otros, una actitud, un salir al encuentro del otro y aquí este otro ocupa un lugar mucho más complejo en el sentido de impredecible o incontrolable. Por esta razón tiende a un carácter salvaje, porque atiende a una causalidad diferente.
En Je parle aux murs (1971-1972) Jacques Lacan se sirve de la homofonía entre aux murs y amour para abordar la soledad a la que estaba haciendo referencia. Para Lacan, hablar del amor es hablar de un muro, que además es el lugar de la castración. Para abordar esto, Lacan toma un poema de Antoine Tudal que, si bien no deja de basarse en un amor heteronormativo, sirve para pensar la cuestión.
Entre el hombre y la mujer,
Está el amor.
Entre el hombre y el amor,
Hay un mundo.
Entre el hombre y el mundo,
Hay un muro. (5)
Lo que se encuentra cada uno de los miembros de una relación es un muro, la castración, la soledad de hablarle a las paredes. El muro/amor es la interposición y castración, que corta e impide un cierto paso, pero también constituye toda forma de relación: el muro está en todas partes. El hecho de toparse con la pared, por tanto, es también toparse con alguien, porque la imposibilidad de comunicarse está presente en todo momento: el roce entre sujetos es un roce entre abismos insondables, como las figuras en blanco que presenta Diana Artus, marcando, precisamente, su ausencia.
Notas
(1) Duras, M. Escribir, Tusquets, Barcelona, 2009, p. 26
(2) Duras, M. El mal de la muerte, Tusquets, Barcelona, 2010, p. 63
(3) Lacan, J. El seminario de Jacques Lacan, libro XX. Aún, Paidós, Buenos Aires, 2008,p. 14
(4) Ibid., p. 55
(5) Lacan, J. Hablo a las paredes, Paidós, Buenos Aires, 2012, p. 108