El desierto, ese espacio proyectado hasta más allá del horizonte, el vacío entre la superficie terrestre y el infinito cósmico, ha sido asociado al ascetismo y a la profundidad espiritual desde que, a partir del siglo iv, los Padres del desierto abandonaran las ciudades para retirarse a la soledad de estos lugares. Menos conocidas son las Ammas del desierto, las mujeres que también adoptaron esta vida apartada de todo, retirándose a la Tebaida. Más de quince siglos después, en los desiertos de Nuevo México, la artista Georgia O’Keeffe (1887-1986) encontró ahí el lugar idóneo donde llevar a cabo su particular retiro espiritual y desarrollar su trabajo artístico.
En 1929, Georgia O’Keeffe descubre los paisajes de Nuevo México y el desierto de Santa Fe, donde pasará temporadas a lo largo de los años hasta que, en la década de los cuarenta, se instala definitivamente. Esa imagen-desierto, a la que recurre Georgia O’Keeffe de una forma tanto física como artística, implica una búsqueda de una imagen desnuda, de una imagen cada vez más despojada de las referencias del mundo. Mediante una abstracción que no prescinde completamente de los objetos de la realidad material, Georgia O’Keeffe explora los límites de ese vaciamiento. Así, desde la majestuosidad y amplitud de los paisajes desiertos hasta la fragilidad y ternura de las flores, la realidad en los cuadros de O’Keeffe se vuelve cada vez más vacía de detalles y, así, abre el espacio a una nueva expresión.
Si traigo aquí a Georgia O’Keeffe, además de la exposición que ya puede visitarse en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid y que supone la primera retrospectiva en España de la artista norteamericana, es porque quería celebrar el 70º aniversario de esta revista evocando un cuadro suyo en el que aparece, precisamente, un ciervo: Deer’s Skull with Pedernal (1936). Esta elección podría parecer una broma de mal gusto en la medida que se trata de la representación del cráneo de un ciervo. Podría parecer, insisto, que quisiera hacer presente que todo aniversario acerca un poco más a la muerte, pero, más allá de esta literalidad, lo que leo en este cuadro, con todos los ecos que pueden resonar en los desiertos de Georgia O’Keeffe, es ese momento extraordinario en el que surge una semilla del infinito.
Georgia O’Keeffe insistía en que para ella los huesos eran algo vivo: los huesos son memoria y los huesos son testimonio, parcial y precario, de una vida pasada. Pero los huesos del ciervo de este cuadro ocupan un lugar entre el desierto infinito y el infinito cósmico, atravesados en esta obra por un tallo que sirve de soporte a la cornamenta. Desde el refugio en medio del desierto, Georgia O’Keeffe encontraba inspiración en las rocas, los troncos secos, los esqueletos y fósiles, todos ellos materiales aparentemente carentes de vida o espíritu pero que a través de la mirada y el gesto de recogerlos para integrarlos en sus cuadros es capaz de insuflar vida como se insufla vida en los huesos secos del libro de Ezequiel. En el lado izquierdo de este tallo observamos un brote, una continuación de la vida que se alza como se alzan los cuernos del ciervo. El brote parece ubicarse en una realidad invertida, entre la permanencia de las montañas rocosas en la superficie de la tierra y la fugacidad de la vida material mediante la imagen del cráneo en lo alto del cuadro, más cercano al cielo. Esta obra de Georgia O’Keeffe, como el ciervo que nos muestra la artista en el cuadro, recoge el espíritu del verso eterno del soneto de Shakespeare, ese verso que, mientras viva, seguirá insuflando vida – vivirán mis poemas y a ti te darán vida.