Hace unas semanas, coincidí por Madrid con el artista Álvaro Chior (A Coruña, 1992). Le escribí para encontrarnos porque me interesaba mucho su trabajo y, aprovechando que íbamos a coincidir en Madrid, me pareció una buena ocasión para vernos y charlar. Entre sus proyectos, hablamos de una exposición que presentó en 2023 en la galería El Chico y que llevaba por título Las lágrimas de las cosas. En ella, Álvaro Chior partía del verso de Virgilio “lacrimae rerum”, que literalmente se traduciría como “lágrimas de las cosas”.
La exposición en El Chico reunía diferentes líneas de investigación del artista sobre el lenguaje, la música, sus posibles orígenes, sus condiciones materiales y la relación con procesos naturales y corporales. Entre las piezas se encontraba un vídeo que al verlo me dejó pensando sobre estas lágrimas de las cosas. En un momento del vídeo decía: « La lluvia, la cera derretida cayendo por una vela, el rocío en una hoja por la mañana, la salvia de una planta saliendo del tallo… Es fácil que recordemos estas cosas, pero ¿por qué negar a las cosas que no derraman líquido la posibilidad de contener lágrimas? (…) Los dos significados de la palabra contener conviven en perfecta armonía con las lágrimas. Se puede luchar contra la gravedad intentando evitar que se caigan, pero ya se tienen. Cuando las contienes están ahí, repartidas por todo el ojo, esperando el parpadeo para caer, para formar la unidad lágrima».
Pensé entonces en cuál podría ser el objeto o el material que más alejado estaría de esas cosas que derraman líquido pero aun así contienen lágrimas. Una piedra. Un bloque de mármol. Pensé también entonces en esa escena de la película The Brutalist (2024) en la que el arquitecto László Tóth visita junto al empresario Harrison Lee Van Buren la cantera de mármol de Carrara, en la región italiana de la Toscana. Hay un momento en el que se deja caer el agua por encima del mármol para poder apreciar sus detalles, su materalidad, las vetas que recorren su superficie, los rastros de impurezas que revelan su historia geológica. Es entonces que el mármol parece adquirir una cualidad casi orgánica: lo que era opaco se vuelve vibrante, lo que parecía inerte se transforma en un cuerpo que responde al contacto.
Días después del encuentro con Álvaro Chior, visité el Museo del Prado, donde encontré la exposición Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro. Ésta se presentaba como una propuesta “que reflexiona sobre el éxito de la escultura policromada barroca y su complementariedad con la pintura”. La exposición contaba con obras de artistas como Gaspar Becerra, Alonso Berruguete o Juan de Juni, entre muchos otros. Sin embargo, creo que lo que más me fascinó fue un Cristo crucificado anónimo de principios de siglo XVIII hecho con piezas de mármol rosáceo, con vetas blanquecinas y grisáceas, que había pertenecido al cardenal Belluga. Posiblemente la intención detrás de la elección de ese mármol era simular las marcas de sangre, latigazos y heridas del cuerpo sufriente, en esa obsesión y goce cristianos de plasmar el sufrimiento de los cuerpos. Más allá de eso, la primera impresión fue la de un cuerpo orgánico, como si el moho o una colonia de hongos hubiera invadido la piel de ese Cristo.
Álvaro Chior se detenía en esas dos acepciones de contener las lágrimas – aguantarlas, resistirse a ellas, por un lado, tenerlas, poseerlas, por otro. En el vídeo, proseguía: «Desde que la idea de las cosas conteniendo lágrimas se me pasó por la cabeza, cuando cojo un objeto y pesa más de lo que me esperaba, pienso que debe estar lleno de lágrimas.»
Quizá nada contenga más lágrimas que un bloque de mármol.
Artículo publicado en el número 810 de la revista El Ciervo.